Fue octubre del 90. En mi cabeza los nombres de
Ivic, Futre, Schuster, Gil se mezclaban en un murmullo continuo de voces
desconocidas, en eso que luego oiría muchas veces como
"rún-rún".
Mi padre encabezaba la
expedición y mis hermanos y yo seguíamos su ritmo. Me recordaba a una película
de Tarzán que habíamos visto el día anterior. Cada pequeño paso que dábamos,
cada escalón que subíamos del estadio Vicente Calderón era un incremento de la respiración,
un aumento del ritmo cardíaco.
Hasta que subidos al
último, nuestras menudas cabezas contemplaron el césped, pudimos olerlo,
veíamos la cara de otros como nosotros, con quienes acomodaríamos nuestros
uyyysss, ayss, y demás onomatopeyas que cristalizan todos los saberes y
conocimientos futbolísticos previos. Durante el partido no parábamos de sonreírnos
entre nosotros. No nos lo creíamos. Hemos ido muchas veces después de ese día,
sí, pero como esa ninguna.
Pero aparte de mis
sensaciones recuerdo que ese día fue titular un jugador rápido, menudo y hábil.
Era Sabas, un chaval de Leganés, como nosotros. Sustituía al líder local, al
venerado Futre, y la presión pudo con él porque no terminó el partido, fue
sustituido porque tuvo un principio de arritmia, según dijeron los periódicos
al día siguiente.
Por un momento pensé que
cualquiera de nosotros tres le habíamos transmitido nuestra emoción y eso le
desbordó. Busqué la mirada cómplice de mis hermanos pero permanecían atentos al
partido. Era el pensamiento estúpido de un pre-adolescente pero en aquel
momento me pareció muy motivado ya que unos meses antes, jugando con nuestro
primo y unos amigos, nos encontramos a Sabas. Casualmente vivía muy cerca de
nuestro primo, y echando valor nos apresuramos a pedirle un autógrafo. En una
época donde no había tanta invasión tecnológica era todo un acontecimiento
encontrarse con alguien por la calle a quién reconociéramos todos como “famoso”.
Me parece que fui yo quién, intentando disimular el aflautamiento de mi voz, le
pedí ese favor. Al acceder a firmárnoslo, los demás le ofrecían el cromo donde
aparecía Sabas y éste lo firmaba, no sin desgana por cierto, cuando me di
cuenta que no tenía “su” cromo. Como no estaba dispuesto a perder esa
oportunidad, cogí el primer cromo de un jugador del Atlético de Madrid y se lo
ofrecí. Tras firmármelo, la desgana devino en extrañeza: “Este no soy yo”, me dijo. Me callé y acepté el bochorno y las
bromas durante más de una tarde.
Más tarde la experiencia
me haría saber que, además del fútbol, otras situaciones me provocarían vuelcos
en el corazón, que hay negativas que duelen más que patadas, engaños más lacrimógenos
que una derrota injusta y ausencias más sentidas que penaltis no pitados.
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